Si alguien tiene el privilegio de hablar la lengua de Cervantes, debe (como mínima acción) respetar las palabras. Por eso retumba en los oídos, tanto como la estridencia de su entretención, cuando los dueños de equipos de música -a los que nadie en su sano juicio quisiera cerca-, se hagan llamar “musicólogos”.
Verlos naif, habitando esta isla en la que la norma es excepción, constituye un espectáculo. Reclaman como “derecho”, el que se les permita la contaminación sónica. Se erigen como “empresarios”, otra agresión conceptual, y van ocupando plazas con una demanda que pocos pueden comprender.
El ruido, el escándalo, ha sido un método de tortura infalible. Sino recordemos a Noriega y su nuncio frente a las bocinas que les colocaron los norteamericanos en aquel diciembre de 1989.
Es peligroso, preocupante. Hemos llegado al nivel donde las autoridades deben pactar con aquel que normaliza lo que nunca debió ser. En el contexto van muertes y los excesos de y hacia la policía, desdibuja el fragor de una ciudadanía que se “divierte” (ejerce su derecho al ocio) pero que no entiende que agrede el derecho del otro.
Revisemos las estadísticas del 911 y las denuncias por ruido: a voces los dice que algo anda mal.
Si todavía las palabras de Juárez tienen vigencia, estamos próximo a perder la paz.