Muchos de los economistas que patrocinan y postulan a favor de la apertura comercial, entienden que los acuerdos de libre comercio deben servir como una plataforma para estimular el mejoramiento de la competitividad interna de los sectores agropecuario e industrial de los países, a pesar de las marcadas asimetrías que puedan existir al momento de la firma de los mismos.
Sin embargo, la apertura de una economía en un ambiente donde no se toma en cuenta las limitaciones sectoriales ni las falencias estructurales que la agobian así como la ausencia de una política de estado para corregirlas, es casi seguro que los acuerdos de libre comercio se convierten en retos extraordinarios y grandes desafíos para los sectores productivos.
Tal ha sido el caso del sector agropecuario de nuestro país frente a la desgravación arancelaria de productos como el arroz, el pollo, la leche, la carne de cerdo y otros incluidos en la Rectificación Técnica, que poseen una importancia socioeconómica capital en regiones específicas, algunos, y en toda la geografía nacional, otros, poniendo en riesgo los medios de vida de los pobladores rurales del país.
Es importante reconocer que la actividad agropecuaria en la República Dominicana tiene una trascendencia enorme en la seguridad alimentaria, la creación de empleos, la generación de divisas y la conservación de nuestros recursos naturales, especialmente las cuencas hidrográficas de nuestros ríos.
Las vinculaciones del agro con el resto de los sectores le convierten en uno de los pilares principales de la economía, contribuyendo a dinamizar la industria, el comercio, el transporte y los servicios financieros. Igualmente, los excedentes generados en la agricultura se convierten en ahorros e inversión para otros sectores y son fuente de ingresos tributarios
A pesar de que, a partir de la década de los 80s, con el cambio de modelo económico, la importancia relativa del sector se ha visto disminuida, actualmente alcanza un 6% del Producto Interno Bruto, las actividades agropecuarias ocupan unos 350,000 empleos directos y genera unos 3,000 millones de dólares en exportaciones, por lo que es necesario tomarlo en consideración al momento de diseñar cualquier estrategia para el crecimiento económico y la reducción de pobreza.
Salvo por las exportaciones tradicionales de tabaco, azúcar, café y cacao, el sector agropecuario no estuvo diseñado para aprovechar las oportunidades del comercio exterior que traía consigo la apertura comercial. Las políticas públicas sectoriales del pasado fueron diseñadas a los fines de construir un sector agropecuario estrechamente vinculado al suministro de alimentos a la población lo cual rindió un gran servicio al desarrollo industrial urbano iniciado en los años 60s pero mantuvo a los productores agropecuarios atados a sistemas productivos anticuados ya que la baja rentabilidad no les permitía acceder al financiamiento necesario para adquirir nuevas tecnologías.
Para empeorar las cosas, el estado intervenía en el mercado en la compra y distribución de los alimentos; establecía controles de precios y terminó estableciendo un impuesto de 36% a las exportaciones de los cuatro productos tradicionales de exportación así como la oficialización del régimen cambiario que también perjudicaba las exportaciones.
La aplicación de estas políticas adversas motivaban, de tiempo en tiempo, la intervención del estado para proveer subsidios o condonar deudas de los agricultores, lo que produjo como resultado el mantenimiento de una agricultura altamente protegida, particularmente en aquellos cultivos de amplio consumo o con un sector social influyente, como es el caso del arroz, ajo, cebolla, habichuelas y leche, y en consecuencia, con pocos productos de exportación.
Otro elemento que ha conspirado contra el desarrollo de la agropecuaria nacional ha sido la fragmentación de los predios agrícolas ya que el 81% de nuestros productores poseen menos de 100 tareas (8 hectáreas) y un 65% tiene menos de 50 (3 hectáreas) lo que no permite obtener las economías de escala requeridas para la producción competitiva de muchos de los rubros commodities que producimos.
Este entorno, repleto de factores predominantemente adversos, dieron como resultado un desarrollo insuficiente del sector agropecuario el cual fue empeorado por la reducción de la inversión estatal en las actividades y programas sectoriales, fruto de las severas restricciones impuestas por el FMI a fin de resolver el problema del alto déficit fiscal de los años 80s.
No es de extrañar, entonces, que la agricultura dominicana proyectara una imagen negativa a través de la cual se la percibía como un sector generador de pobreza, de alto riesgo, con dificultades para la superación y en el que prevalecía la baja productividad y rentabilidad.
Esta percepción, aunque en menor medida, todavía acompaña al sector agropecuario y es una de las razones de la baja inversión privada en la agricultura, por lo que resulta imperativo el eliminar esta apreciación ya que esto es vital para la sociedad y para quienes diseñan políticas públicas debido a que resulta más racional la inversión en la agricultura y resolver la pobreza rural que intentar resolver los problemas urbanos creados por la migración de los pobres rurales.
Es en este contexto, cuando a partir de mediado de los años 90s, la República Dominicana introduce importantes reformas económicas orientadas a incrementar la competitividad de la economía y a lograr una mayor participación en los mercados internacionales, participando así en el proceso de apertura comercial que estaba llevándose a cabo a nivel global. Desafortunadamente, al no ser ésta una iniciativa demandada por los diferentes subsectores de la agropecuaria nacional, y a que el sector no se encontraba listo para aprovechar las oportunidades ofrecidas por la misma, todavía hoy encontramos aprehensiones acerca de la participación exitosa de la agropecuaria en el proceso de globalización.
El DR-CAFTA comenzó a gestarse desde 1992, como una necesidad de los países centroamericanos para regular las relaciones comerciales con Estados Unidos, su principal socio comercial, las cuales se beneficiaban únicamente a través de esquemas preferenciales unilaterales, tales como el Sistema Generalizado de Preferencias (SGP), la Iniciativa para la Cuenca del Caribe (CBI) y la Ley para la Aplicación de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe (CBTPA).
Las preferencias comerciales otorgadas por Estados Unidos a los países centroamericanos ponía a la República Dominicana en desventaja frente a éstos ya que, la desviación del comercio esperada, la dejaría excluida de participar en las facilidades de acceso a mercado y recepción de inversión directa de estos países, .
Siendo la República Dominicana el cuarto socio comercial de Estados Unidos en la región, sólo detrás de México, Brasil y Colombia, el país solicitó y logró obtener su adhesión a este acuerdo, entrando a formar parte del mismo en agosto del 2004 y entrando en vigencia el 1 de marzo del 2007.
Para la República Dominicana, el DR-CAFTA significó el acceso, libre de aranceles, del 97% de todas las líneas arancelarias a un mercado de más de 300 millones de consumidores. La consolidación de las preferencias otorgadas mediante el Sistema General de Preferencias (SGP) y de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe (CBI) así como del el Acuerdo de Asociación sobre Textiles para la Cuenca del Caribe (CBTPA).
Como este acuerdo fue firmado en momentos en que amplios subsectores agropecuarios enfrentaban dificultades, fruto de las fallas estructurales que no permitían su desarrollo (financiamiento, seguro agropecuario, la obsolescencia tecnológica, la baja rentabilidad, las normas y requerimientos sanitarios del mercado meta y bajo nivel de información en cuanto a las oportunidades de negocios, precios, oferentes de servicios, innovaciones tecnológicas y fallas en la logística de manejo, empaque, cadena de frío y transporte de los productos), era muy natural que nuestros productores estuviesen intimidados y no reaccionaran positivamente para aprovechar con éxito los beneficios y las oportunidades que brinda la apertura comercial.
Estas importantes debilidades estructurales han impedido que la agricultura dominicana alcance niveles competitivos por lo que todavía se requiere de una reconversión profunda de la agricultura, para lo cual se necesita imprimir un cambio en las políticas y una reforma de sus instituciones. De lo contrario, el sector se verá afectado negativamente por la competencia internacional y un deterioro del mismo profundizará la pobreza rural y las condiciones ya adversas del campo, aumentando el desempleo y poniendo en situación vulnerable la seguridad alimentaria nacional.
Sin embargo, es bueno destacar que, además de los constreñimientos estructurales a que hemos hecho referencia, la condición que podría ser la causa de esta falta de aprovechamiento es que en la estructura económica del país todavía persisten fallas derivadas de un pasado proteccionista que la ha hecho enfocarse en la producción para consumo interno y ha impedido su orientación hacia la diversificación productiva que demanda un proceso de agroindustrialización o una cultura exportadora.
Aunque es claramente visible que el entorno nacional e internacional en que se desenvuelve la agropecuaria nacional se ha transformado de manera sustancial, una importante amenaza sectorial es la negación de los cambios en curso, las posturas defensivas que se asumen, al encerrarse en lo conocido y al apostar a que es posible continuar en el pasado, dejando para el futuro las soluciones de fondo y las acciones más apremiantes, cuando, posiblemente, sea más difícil participar de este escenario.
Ante la incuestionable realidad de que el DR-CAFTA es un serio compromiso para los países signatarios, es necesario que aprovechemos las oportunidades de este acuerdo mediante el uso de innovaciones tecnológicas, la atención al entorno tanto internacional como doméstico, y utilicemos los esfuerzos conjuntos públicos-privados para desarrollar las estrategias más efectivas en las cadenas productivas y su articulación con los mercados. Ejemplos de esto pueden ser la agroindustrialización, la coordinación vertical y la agricultura por contrato que muy bien se adaptan al tamaño de nuestros predios agrícolas y a la intensidad en el uso de mano de obra.
Desde el punto de vista del sector privado, las organizaciones de productores están llamadas a desempeñar un papel central en el desarrollo de la agricultura del país. Por tal razón, deben convertirse en un aliado importante del estado en la entrega de servicios al agro, lo cual es fundamental dada la disminuida capacidad de las instituciones en el sector público agropecuario y la creciente demanda por servicios para lograr un mejoramiento de la competitividad.
En nuestro país y atendiendo a su naturaleza, existen tres niveles de organizaciones: las organizaciones locales con responsabilidad en zonas o territorios; las representativas del interés de rubros, cadenas o clústeres y las que fungen como instancias de cúpulas sectoriales como son la Junta Agroempresarial Dominicana (JAD), la Asociación Dominicana de Hacendados y Agricultores (ADHA) y la Confederación Nacional Agropecuaria (CONFENAGRO).
Las organizaciones que agrupan los sectores más progresistas de la agricultura han iniciado un esfuerzo de definición de sus objetivos y estrategias, complementariedad de funciones y creación de sus centros de servicios. Sin embargo, el grueso de las organizaciones de productores tendrá que someterse a un profundo proceso de fortalecimiento para que puedan participar de manera activa en las negociaciones que a todos los niveles deberán producirse para materializar los cambios que se ameritan en el sector.
Desde el punto de vista del estado, es necesario intervenir fortaleciendo las políticas agropecuarias tendentes a mejorar la competitividad de los bienes sensibles; promover la diversificación productiva y el financiamiento para lograrla; la inversión en infraestructura y alivio de la pobreza; el fortalecimiento de los sistemas sanitarios y epidemiológicos, los sistemas de información y articulación con los mercados así como en el mejoramiento de la logística para la exportación y el fortalecimiento del capital humano asociado a las cadenas productivas.
El tiempo ha pasado y la urgencia del momento se centra en buscar posibles fórmulas de amparo que nos permitan prolongar el período de desgravación del arroz, sin embargo, es imperativo reconocer que todavía estamos a tiempo para diseñar e implementar las políticas públicas que nos permitan utilizar el acuerdo como una plataforma desde donde podamos transformar, modernizar y desarrollar el sector agropecuario nacional.