Israel es el pueblo elegido de Dios. El dicho se repite en historias infantiles, en ensayos religiosos y en la Santa Biblia desde hace miles de años. Pero a la vez, lo castigó por desobedecer su palabra.
Yahvé, como también llaman Dios, quería un pueblo diferente a los demás. Un pueblo santo. Pero Israel se empecinó en parecerse a los reinos cercanos.
Por lo anterior, Israel anduvo errante por el mundo sin un lugar donde asentar su cabeza.
Pero los israelitas han tomado muy en serio lo de la herencia que Jehová ofreció a Abraham. Te doy por heredad —dijo— toda la tierra más allá del alcance de tus ojos, más allá del horizonte. Tu descendencia será como los granos de la arena del mar que nadie puede contarlos.
Pero, cómo Dios cometió un error tan infantil. Le entregó toda la tierra sin ningún papelito que diera fe de su propiedad. Sin título.
Abraham era un hombre de fe inquebrantable. Por eso, ni tan siquiera preguntó por los papeles legales. Tan temeroso del altísimo era el patriarca que cuando se percató del error se resistió a requerir la titulación.
Para este hombre de fe era preferible morir antes que insinuar que el todopoderoso se equivocó.
Pero resulta y viene a ser que en esas tierras vivían otras personas que habían fundado poblaciones. Las tenían por propiedad.
Abraham se hizo el loco, a nadie le reclamó lo que a él le correspondía por mandato divino. O sea, hizo de cuenta que no le interesaba tener tanta tierra. No obstante, les contaba una y otra vez a sus hijos como fue que Dios, —en persona— le entregó la herencia.
El tiempo pasó inexorable, Abraham envejeció, luego murió.
Se conoce de sobra que desde que el hombre comenzó a cercar la tierra con alambres de púa, los familiares terminan peleándose por la herencia. Los hijos de Abraham no son la excepción.
Se desprende de ahí que los dos únicos descendientes de Abraham se fueran en broncas muy feas. Tanto Ismael como Isaac querían las mejores parcelas.
Ismael le enrostraba a su hermano que él era el primogénito. Es decir, que nació primero. Isaac, en cambio, acusaba a Ismael de ser un hijo bastardo, y por eso
—le decía— te echaron de la casa. Eres hijo de una esclava.
Entonces pasó lo que se divisaba a leguas. Los dos hermanos cogieron la fe de su padre, la echaron en sus respectivos sacos de jeniquén y la pusieron sobre sus lomos. Con la fe al hombro salieron aldea por aldea a reclamar lo que le pertenecía por herencia divina.
El lio se armó cuando los dos hermanos llegaban a una comunidad a desalojar compulsivamente a sus inquilinos. Los pobladores les respondían:
— No señor, nosotros vivimos aquí desde hace añales, es más, nuestros padres nacieron en estas tierras. Y nosotros también.
Cuando les preguntaban a Ismael o a Isaac —¿Y dónde está el título que los acredita como dueños de estas tierras?
— No, que eso se lo dio Dios a nuestro padre Abraham. Y el viejo nos dijo que él [Dios] es dueño de todo lo que hay en el mundo. Él no necesita ninguna prueba de papeles, respondían.
Y así anduvo Israel durante miles de años, antes de ser esclavos en Egipto. Se pasaron más de cuarenta años errantes en el desierto de Sinaí, en Oriente Próximo, perteneciente a Egipto.
Después de la Segunda Guerra Mundial fue cuando mejor les fue. Inglaterra y Estados Unidos instalaron la nación de Israel en las tierras donde hoy se encuentra.
Es por ello que las dos grandes potencias guardan silencio frente a los crímenes cometidos por Israel históricamente. Recuerde la masacre de Sabra y Shatila. O, mejor observe la mudez frente al genocidio con Hamas en el Líbano, Franja de Gaza.
Siguen reclamando tierra sin tener títulos de propiedad.
Pero aceptar la dadiva de los gringos y los ingleses es una ofensa más al mandato de Dios. Estados Unidos es el heredero de la Gran Roma, es, —según la teología— la bestia del Apocalipsis.